Roberto ‘Beto’ Bubas, guardafauna de la Patagonia argentina, nada y se comunica con las orcas desde hace 25 años
Fuente: Periódico «El Mundo».
Fecha: 08/05/2016.
Autores: MIGUEL G. CORRAL (@miguelgcorral) y LUIS MARTÍNEZ (@luis_m_mundo).
A Roberto Bubas la naturaleza le llegó -como él mismo cuenta- desde muy chiquito. Nació en un «campito», un terreno que tenía su abuelo en un pequeño pueblo de la Patagonia argentina, pero en la cordillera, no en las llanuras quietas e infinitas, de las películas de Carlos Sorín. Era un área salvaje donde Beto, como le llamaba ya todo el mundo, domaba caballos y estrechaba el vínculo con lo que le rodeaba aprendiendo de la fauna de aquel territorio montaraz. Pero su instinto le empujaba hacia el mar. En esa época -eran los años 70-, la televisión no llegaba hasta Esquel, el pequeño pueblo donde creció. Pero sí llegaban unos fascículos de la colección de las aventuras naturalistas del capitán Cousteau que Beto coleccionaba y no se sacaba de la cabeza. Soñaba desde niño con ser biólogo marino y trabajar algún día en el Calipso.
«Con 20 años y con ese sueño en mente, decidí irme a estudiar biología marina a la costa, a Puerto Madryn, también en la Patagonia», cuenta Beto haciendo memoria con voz calmada. «A desandar los 800 kilómetros que separan la cordillera del mar con la ilusión de poder algún día trabajar en el Calipso del capitán Cousteau», recuerda.
Pero la naturaleza ya estaba en lo más profundo de su esencia, tanto que descubrió que sus ganas de estar en contacto estrecho con la vida salvaje iban a ser un impedimento para ser biólogo marino. La formación académica terminó por alejarle de la naturaleza como él quería disfrutarla. «Así me di cuenta de que posiblemente no era eso lo que yo buscaba», reconoce. Antes de cumplir los 21 años, ya era guardafauna de Península Valdés, quizá el mejor santuario para la fauna patagónica. Poco tiempo después, ya era el único ser humano con una relación tan íntima con una población de orcas salvajes -las mal llamadas ballenas asesinas- que le permitía tocarlas y meterse al agua con ellas. Una nueva película, llamada El faro de las orcas y protagonizada por Maribel Verdú, cuenta cómo el trato de Beto con estos animales ayudó a un niño autista a comunicarse y a relacionarse con el mundo.
La película comenzó a gestarse hace más de 12 años. Fue durante el rodaje de La puta y la ballena -dirigida por Luis Puenzo y protagonizada por Aitana Sánchez-Gijón- en 2004, cuando el productor José María Morales conoció a Beto. «Me quedé fascinado cuando me contó su historia, pero él no quitaba ojo a los prismáticos que yo llevaba al cuello», cuenta Morales. «Le pregunté si le gustaban y me contestó: ‘hombre, unos Swarovsky…’. Le dije medio en broma que le cambiaba aquellos prismáticos por su historia y aceptó. Desde entonces llevamos dándole vueltas a El faro de las orcas (Wanda Films) [cuyo rodaje acaba de terminar y se estrenará el próximo 25 de noviembre]».
Pasión por las orcas
En Península Valdés, ese rincón remoto del mundo donde le tocó a Beto trabajar de guardafauna, tuvo que custodiar más de 1.000 ballenas francas y una pequeña población de orcas, elefantes marinos, lobos marinos, pingüinos, además de un buen número de especies terrestres. Pero a Beto siempre le fascinaron las orcas, sin entrar en más detalles, por un motivo estético. Le encantaba su hidrodinámica, su inteligencia, su patrón de pigmentación… Poco a poco empezó a conocer detalles muy interesantes de su estructura social. Viven en manadas familiares dominadas por hembras, «estructuras muy complejas análogas a la sociedad humana», cuenta Beto. Eso le llevó a tomar datos, a investigar.
No obstante, en aquella época todavía no tenía prismáticos ni cámara de fotos. Sólo un bloc de notas y un lapicero. Hacía dibujos de los animales en su cuaderno de campo y marcaba las señas particulares de cada individuo para ponerle un nombre o un código individual y empezar a establecer patrones de comportamiento. Pero, para llegar a observar con ese nivel de detalle, tenía que meterse al agua para estar más cerca.
«El trabajo estaba basado en el seguimiento continuado de animales conocidos -cuenta Beto bajo el sol de una playa de Fuerteventura donde se completa el rodaje de la película que ya se hizo en Patagonia-, así que haciendo eso de meterme en el agua para estar más cerca un día vino una orca y me dejó en la playa, al lado mío, un manojo de algas. Yo interpreté que querían jugar y agarré las algas y se las volví a tirar al agua. Y empezamos a jugar. Me las traían, se las volvía a tirar, las buscaban, me las volvían a traer. Eran cuatro. Entre ellas se peleaban para llegar primero y poderme traer el manojo. Jugamos varias horas. Perdí la noción del tiempo. Estuvimos allí hasta que anocheció o cambió la marea y se fueron… no lo recuerdo bien, fue hace 24 años. Al día siguiente me estaban esperando en el mismo lugar a la misma hora», relata como si su voz leyese una novela. Jugaron durante varios días seguidos y así se selló el vínculo.
Testigo de excepción
Gracias a esa cercanía, Beto pudo realizar algunos de los descubrimientos más interesantes que se conocen sobre el comportamiento de estos animales. Es el caso del varamiento intencional, una técnica de caza que realizan en un punto muy concreto de la costa donde las pequeñas piedras de la playa les permiten regresar al mar después de quedar con medio cuerpo fuera del agua para capturar alguna cría de lobo o de elefante marino. Un hallazgo que le valió la obtención de una beca deNational Geographic. «Sólo siete animales en el mundo lo hacen. Y de esos siete, sólo cinco hembras adultas son las que transmiten esa técnica a la descendencia», cuenta el guardafauna. «Desde un punto de vista de conservación puramente ecológico, esta población no tiene un gran interés porque hay miles de orcas en el mundo, pero estos cinco animales están sosteniendo una cultura de aprendizaje para la alimentación que es único en el mundo. Si les pasara algo, se perdería un patrimonio único», opina.
Pero la visión que Beto Bubas tiene de la naturaleza va mucho más allá del ecologismo o la mera conservación de la fauna. Tiene algo de búsqueda de un extraño equilibrio perdido entre las especies, algo espiritual, algo místico quizá. «La experiencia de estar en contacto con una orca, si bien yo amo a la fauna en general, no puede ser comparada con otro animal de menor desarrollo cerebral. Cuando estás con una orca, notas que estás con un ser que tiene un alto grado de inteligencia, que en la tierra probablemente podría ser comparado únicamente con los simios antropomorfos o con el hombre mismo. Notás que existe un elevado grado de comunicación».
Y algo debe haber de verdad en ello. La historia de Beto Bubas filmada por un equipo de Animal Planet se emitió por televisión hace algunos años. Las imágenes de aquel hombre tocando las orcas y metiéndose al agua con ellas mientras las habla, las silba o toca la armónica tuvieron un efecto casi mágico en un niño autista de nueve años que apenas reaccionaba ante nada y que se abalanzó sobre la tele al verlas gritando: «¡Yo, yo!».
Una vida de película
La madre de aquel chico -interpretado en la película por un jovencísimo actor llamado Quinchu Rapalini- recorrió medio mundo para que su hijo pudiera conocer a aquel hombre y ver las orcas en libertad de cerca. El lazo que Beto creó con aquel niño le sirvió al guardafauna para escribir una pequeña obra, un relato que recuerda a Juan Salvador Gaviota, llamada Agustín corazónabierto. Y de algún modo está también detrás del argumento de la próxima película de Gerardo Olivares, autor también de Entrelobos.
Esa magia que se despertó entre Beto y Agustín, se ha filtrado para algunos actores al guión de la película. «Cuando Gerardo me contó la historia me enamoró, y ahora que ya estamos inmersos en el rodaje sé que esto va a ser inolvidable», reconoce Maribel Verdú, que interpreta a la madre del niño autista. «Con esta película es con la primera que he llorado en 30 años de profesión. Si tuviera que rescatar cinco películas de todas las que he hecho, ésta sería una de ellas», dice la actriz.
Pero la historia de Beto no ha estado libre de obstáculos y tropiezos. Han intentado apartarle de su trabajo en cinco ocasiones. Desde la ciencia ortodoxa, no está bien visto que el investigador se involucre de algún modo con el objeto de estudio. Él respetaba mucho el deseo de los animales y sólo jugaba si las orcas tomaban la iniciativa. Pero jugaba con fuego y tuvo que mantenerlo en secreto durante varios años. «Hay una ley que prohibe el contacto con mamíferos marinos y yo soy el guardafauna que tenía que velar por el cumplimiento de esa ley», reconoce.
En esa época, las autoridades encontraron una foto de Beto con las orcas que le habían hecho unos amigos suyos. Fue la primera vez que quisieron apartarle de su trabajo. Pero la movilización popular, alentada sobre todo por un artículo periodístico, hizo que la mesa del gobernador se llenase de cartas pidiendo que le mantuvieran en su puesto.
-«Pero, ¿quién es este forro que se mete al agua con las orcas en un área natural protegida?», preguntó el gobernador muy cabreado tras ver una fotografía de Beto Bubas con medio cuerpo dentro del oleaje y rodeado de orcas.
-«Es el guardafauna de Península Valdés», le contestaron.
-«Pues lo llaman y me lo traen para acá, que quiero hablar con él».
-«No está, señor».
-«¡¿Y dónde está?!», gritó el gobernador.
-«En Alaska, señor. Lo invitaron a un centro de investigación para hacer un trabajo sobre orcas».
-«¿Cómo decís…? No, mirá, será un boludo, pero si allí lo invitan y aquí lo echamos, algo estamos haciendo mal».
Seguramente la conversación no sucedió exactamente de esta forma, pero el conflicto se resolvió sin más. «Así me salvé la primera vez», cuenta Beto hoy entre risas. Y, de hecho, continuó con su actividad en Península Valdés y también aprovechando las vacaciones de guardafauna para ir invitado a los centros de investigación oceanográfica más importantes del mundo para hacer estudios sobre las orcas.
Ahora, su última lucha es para liberar a la única orca cautiva que hay en Sudamérica, la del oceanario de Chubut (Argentina). «Tal vez el vínculo que las orcas y yo establecimos sea algo más que un ejemplo curioso de empatía entre dos especies. Quizá se trate de un símbolo que nos recuerda que no estamos solos ni por encima de otros animales en el mundo. No podemos desentendernos de una verdad definitiva: que lo que sea que le ocurra a las orcas o a cualquier otro ser vivo en el mundo, nos va a ocurrir tarde o temprano a nosotros», dice Beto.